Esther.
Matar a tu pareja es uno de los crímenes más fáciles
de cometer, pero más difíciles de disimular. Como Fernando
Adalid, el novio de la doctora Gloria Sanz, siempre serás el principal
sospechoso. La suya es la historia de una mentira que crece y acaba en
tragedia.
Al conocerla, Adalid le contó que era profesor de inglés,
en vez de taxista. Pero cuando estaban a punto de casarse, la doctora
se entera, se enfada y aplaza la boda. ¿Cómo pensaba seguir ocultándoselo
una vez casados?
Ya enfadados, según su confesión, la mató y enterró el cadáver,
dejando rastros de sangre en la habitación de la doctora y en su taxi.
Además, apareció un matrimonio que dijo haberle visto dos semanas
antes de que muriera la doctora, en el lugar donde
estaba la fosa que, posteriormente, le sirvió de sepultura. Y, aún encima, la pareja afirmó
que Adalid llevaba una pala nueva y que se paró a hablar con ellos antes de montarse en su taxi. ¿Quería asegurarse de que le reconocieran y dejar claro que había habido premeditación?
Por si fuera poco, cuando desapareció su novia, en enero de 2003, no
colaboró con los familiares y amigos en la búsqueda. Entonces,
la policía de Tarragona le dijo que debía estar localizable, y
él se fue al extranjero. Cuando nadie sabía dónde estaba, se le ocurrió escribir una carta
a un periódico diciendo que se había ido a Amsterdam a buscar pistas sobre
la desaparición. En ese momento, la policía española mandó una
orden de busca y captura a la holandesa y, por fin, confesó en
el avión de regreso a España. ¿No habría sido más fácil contarlo desde
el principio y decir que fue en un arrebato de cólera de una discusión?
Lo mejor es siempre buscarse otra novia.
¿No decían que el dinero
no huele?
Juanma. "Pecunia non olet", le dijo el césar al senador (¿o fue
al revés?) que le recriminaba el turbio origen de algunos ingresos del
Estado. Y como lo dijo un romano, todos nos lo hemos creído hasta ahora,
incluyendo dos parejas de traficantes de Marihuana, una de Massachusetts
y otra de Washington, que han caído en el saco por no darse cuenta de
que su dinero apestaba a maría.
En Washington, las previsoras Kathleen J. y Virginia E. ingresaban escrupulosamente
en el banco los ingresos de su trabajo. Hasta que toparon con un cajero
de olfato sensible, que dio el soplo sobre la más que probable naturaleza
del trabajo que producía dichos ingresos.
Peor aún, por lo que tiene de emotivo, es el caso del matrimonio de Massachusetts
formado por Arlene y Martin S., que acudieron presurosos a pagar la fianza
de su amada hija, detenida por tráfico de drogas. Llevando 50.000 fragantes
dólares en billetes de 20, producto del próspero negocio familiar, los
diligentes padres no llegaron a salir de la comisaría de la que pretendían
sacar a su hija del alma, por culpa del aroma delator.
Y todavía habrá quien siga haciendo caso de los aforismos romanos.